viernes, marzo 28, 2008
Desafío 5
Un relato inspirado en el cuadro de abajo colgado en La rebelión de las páginas en blanco
Ase fuertemente la fina muñeca del portentoso brazo derecho. Por encima del codo derecho, le tira hacia ella, una de las siete ninfas. Tiene la misma voz que él. Todas tienen la misma voz que Narciso, el de los ojos ligeros. Pálidas y delicadas, cuidadosas obreras de una misma reina, la belleza. Todas le miran, absortas y seductoras. Tiene una adusta ánfora sujeta con el brazo libre. Para destruirlas, tiene que beberse todo el agua del silvestre estanque y, apenas haber empezado, ya han aparecido ellas.
Su omnipresente poder no reside en su apariencia, sino en la nuestra. Ellas son una luminosa proyección de uno mismo. La bondadosa belleza de Narciso es asimilada como siete hermosas ninfas.
Ha llegado a este lugar por masturbarse. Mientras lo hacía, extasiadamente pensaba en lozanas mujeres. Pero, durante un infinito segundo, le ha aparecido la imagen de otro peludo hombre. El inesperado choque de imágenes le ha hecho aparecer en otro lugar. Un esplendoroso templo, aunque derruido por Ares. Los nostálgicos escombros son confortantes. Anonadado, Narciso, el de los ojos ligeros, ha empezado a levantarse, pero ha aparecido una nube negra que ha dicho: Némesis ordena a que superes una prueba.
E, intuitivamente, ha cogido una sosa ánfora y ha marchado hacia el verdoso estanque.
No puede pararlo, dejar de contemplar a las siete sinuosas ninfas. Ellas son él. Él es ellas.
Desiste de ofrecer resistencia al sigiloso tirón, y se remoja tímidamente hasta media cintura. Todas las bonitas ninfas se abalanzan hacia él, le empiezan a abrazar plácidamente y acariciar. Recula, se aparta de los cómodos abrazos y consigue atrapar a una de las agradables ninfas. Rodea con sus manos su lánguido cuello y la estrangula con fuerza. El resto, a pesar de su acto, prosiguen con sus espeluznantes caricias. Y Narciso, el de los ojos ligeros, continúa una por una estrangulándolas con firmeza.
Lo ha hecho, pero no ha vencido. Se sienta en la breve orilla del bucólico estanque. Se ha matado a sí mismo. Ha perdido. Llorando, se aferra con sus rugosas manos al su precioso cuello y empieza a apretar, hasta que él deje de existir.
Han pasado unos siglos y Narciso, el de los ojos tristes, aun está estrangulándose. Ha empezado a echar raíces.
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