Al llegar a casa, me sentaba en el porche y observaba con ahínco y pasión las esplendorosas y apabullantes nubes. Eran mi pasión y mi aliento. Entonces venía Bustamante e intentaba darme conversación. ¿Qué sabía él de mí? ¿Qué sabía él de las pálidas nubes? ¿Es que un hombre no puede tener un momento de intimidad y relajación? ¡Qué inoportuno era! Estaba uno cinco minutos y acababa abandonando su intento de conversación. Cuando me relajase, ya iría a hablar con él.
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